En camino hacia Padcaya
Andamos, en este Viernes Santo, desde Tarija hacia Padcaya. En el jeep hay personas que van para observar los ritos pascuales y otras para integrarse en la procesión, que llevará el Sepulcro del Señor por la calles del pueblo. El ambiente está penetrado de espíritu religioso y también los curiosos han asumido actitudes sacrales porque las fiestas son parte del calor del tiempo y del espacio. Estamos en la estación agrícola de la cosecha: van unos pocos días que ha terminado la vendimia; ahora la atención es para la papa mientras las mieses de maíz ofrecen choclos.
Pero, el correr del tiempo, en el Valle de Tarija, está esculpido en el mismo suelo. El comentario más continuo hace entender que nos movemos en la cuenca de un antiguo mar, que en las entrañas de la tierra permanecen huesos de dinosaurios y que las retorcidas columnas de barro del lado derecho del camino guardan relación con las fosas amarillentas del lado izquierdo. Son signos de la vida, que tiene raíces en el silencio de los tiempos. La Angostura de Calamuchita, que evacua millares de metros cúbicos de agua de los ríos Guadalquivir y Camacho, da credibilidad a las hipótesis. Sin embargo, no hay dificultad en reconocer que más allá de la provocación geológica, el diálogo adquiere solidez en las razones que perpetúan el juego de la vida y de la muerte.
Las mismas reflexiones se prolongan sobre las vicisitudes humanas. Los vestigios arqueológicos testimonian asentamientos de poblaciones de diferentes orígenes culturales: de las llanuras, de los Andes y de las cadenas de colinas, que van hacia el Chaco. Los guías de tales migraciones han sido indiscutiblemente los ríos y la fertilidad agrícola. Aparecen denominaciones aymaras y quechuas al Norte; de poblaciones desconocidas, que sin embargo deben ser las más antiguas, en el territorio del Centro; y, al Sud, toponímicos guaraníes e hispánicos. Resultan así movimientos de confrontaciones y de intermediaciones en toda la región, donde los últimos parecen dominar en nuestros siglos. Tarija, a pesar de haber sido enclave colonial, por estar asentada en las estribaciones extremas de los Andes, se abre a sus valles y llanuras, en sucesión continua de hábitats. La centralidad de la ciudad se esparce a los pueblos, que son a su vez centros para las comunidades colindantes. Se dibuja así una geografía estelar, que no radicaliza oposiciones.
En un cuadro de tanta inmensidad geológica y de tanta profundidad histórica, el recuerdo de la vida de Jesús de Nazaret es acontecimiento cercano. En su «mensaje», Él resalta la proclamación de la «salvación», donde todos los aspectos de nuestra vida y los elementos que nos rodean, adquieren un sentido de novedad futura respecto al pasado; y donde «El Cristo Omega» (Teilhard de Chardin) sería el encuentro de la historia natural del mundo con su dimensión teológica. Se comprende porqué los evangelistas además redactan la Pascua del Señor con tintes cosmológicos, políticos y religiosos. Evidentemente en tales afirmaciones será difícil aplicar una lectura científica. Si a ésta le otorgamos validez en la «memoria» festiva que hacemos, es para detectar cómo desde la «oscuridad» de la «afectividad humana» (Freud) se tejen deseos de vencer límites de realizaciones individuales, para encontrarnos a nosotros mismos en el rostro de los demás. Mas, la misma contextualización de fiesta, con su ritualidad de gestos lenguajes y símbolos, regenera el «decir» y el «sentir» la vida, afianzando y renovando los hechos subjetivos de nuestra existencia individual en los hechos comunitarios.
El triduo pascual
Llegamos a Padcaya en la oscuridad. Las guías del tránsito, si bien por razones de parqueo, señalan los espacios de la acción religiosa: la plaza central, el río y las calles que los interconectan. El camino de luces, que trepa el cerro, domina los alrededores mostrando el Calvario, el cual da a la totalidad del pueblo colores fuertes, respecto a su imagen cotidiana. Normalmente ella se estandariza en el eje horizontal: un asentamiento humano agrícola en relación con las comunidades de la campiña aledaña. Sin embargo, la carretera que hemos recorrido, las dispersa hacia los mercados de la ciudad de Tarija vaciándolas de sus contenidos socio-económicos. Así es que la plaza y el templo especifican un centro de actividad que queda más ideal que real.
El momento pascual, tiempo fuerte de la vida ciudadana, llena lo que la vida diaria pone en silencio. El cuadro de esta noche de Viernes Santo se construye sobre todo en el eje vertical, explicitando raíces de vocación agrícola y un destino en la Fe católica para sus habitantes. En ese horizonte, el Calvario, más que recuerdo de muerte, es cumbre; en tanto que el Sepulcro del Señor se mueve en los bajos del río. La procesión misma pasará por estos espacios «ideológicos» en un movimiento desde el mismo río a la Plaza y, después, desde el Templo se recorrerán las diagonales arquitectónicas de Padcaya para volver después al punto de partida. Las procesiones seguirán hasta el alba entre el Templo y la Plaza; y, allí, donde todas las calles llegan y salen, se llena el «vacío» cotidiano.
A horas 21, en una casa, al borde del río, los promesantes, envueltos en vestidos blancos y la cabeza cubierta con un pañuelo, igualmente blanco, cantan las Alabanzas cerca del sepulcro, que está vacío; y lo llevan después, siguiendo con sus melodías, al templo. Los actos no son parte de la acción litúrgica, propiamente dicha, y la tanta insistencia en el sepulcro obedece a una razón polémica. La cruz y la muerte de Jesús fueron hechos aceptados, sea por los discípulos del Señor sea por las autoridades de Palestina. Las diferencias se dieron en la explicación del sepulcro vacío, donde los primeros afirmaban la resurrección y los segundos que el cuerpo había sido robado. En contra de esta última versión, el sepulcro ahora es bordado con variopintas flores e inundado de su interpretación teológica. Las notas modulan la sucesión de cuadros de la vida de Jesús, que marcan sus momentos «de milagro»: la Virginidad de María, los peligros que significaron su predicación, sus enseñanzas y los hechos que fundamentan la vida sacramental del creyente para decir que Jesús es y fue siempre «viviente».
Sucesivamente, en la coreografía de la plaza, frente al templo, se desclava el cuerpo del Señor. Es acción puntual, que subraya cada movimiento: sacar la corona de espinas, los clavos de la mano derecha e izquierda, de los pies y, finalmente, su deposición en el sepulcro. Las palabras, pronunciadas en alta voz, son exhortativas y se dirigen a los presentes en son de corresponsabilidad con lo que pasó antiguamente. Claramente se denuncia una situación de pecado en dimensión sustantiva: tu vida, tus deseos, tu cuerpo y tus actos. El sermón del sacerdote complementa los aspectos sociales. Después, el sepulcro pasa por las calles del pueblo. Su andar es definido como procesión mayor. Los altares, esparcidos en el trayecto, traducen las alabanzas en las imágenes, que nacieron del sepulcro vacío. La procesión lleva la cruz (sin el crucificado), el sepulcro con Cristo muerto, la Virgen y San Juan. El papel de María y del Evangelista es doble: son testigos y anunciadores de la resurrección en la historia del mundo. La vuelta al templo no será definitiva. Durante toda la noche seguirá la espera, procesionando entre el templo y la plaza. Las repeticiones son hasta siete o hasta catorce; lo que es, en la simbología numérica bíblica, dimensión de perfección. Al amanecer, es el anuncio pascual, dictaminado en su origen y efectos para la salud de los individuos y de la colectividad. El Cristo será nuevamente clavado y puesto en el templo, actualizando la realidad, anunciada por Él: «Y cuando Yo haya sido levantado de la tierra, atraeré a todos a mí» (Jn. 12,32).
El Sábado es «Sábado de Gloria» que por las normas litúrgicas del Vaticano II, ha sido trasladado al día Domingo. Al rayar el alba, después de la Santa Misa de Resurrección, se sustancializa el regocijo popular en los cantos de la «tonada» y en los «pasos» de la rueda mientras que en la feria surge un deseo de abundancia para todas las personas. Es acción demostrativa. El misterio, proclamado se ha hecho realidad en los individuos y en la comunidad. Las melodías en «tonadas», con su característica de improvisación, son cantares del alma y «la rueda», en sus movimientos emparejados, traduce la nueva realidad de la comunidad porque como de la noche ha brotado el amanecer del nuevo día, del sepulcro ha nacido la resurrección, desde el río la fertilidad y desde el espacio común la solidaridad entre individuos de experiencias distintas y entre comunidades antes dispersas.
Como «rosa pascua»
Lo observado en Padcaya ha sido descrito en sus partes generales, en el año 1831, por Alcides D»Orbigny en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, lo que demuestra un fuerte arraigo de las tradiciones católicas en toda Bolivia. Sin embargo, resaltan algunas diferencias. La Pascua, en cuanto a acción litúrgica, es común a toda la Catolicidad y es diversa en sus variantes espaciales y temporales. Padcaya muestra la lógica de tales dinámicas. Además, en cuanto es variante, ella está ligada a la versión española-andaluza, que llegó a Tarija con el proceso colonial. Los vestidos de los Santos y de los promesantes lo testimonian. Pero en esas homogeneidades de signos se vislumbran las particularidades de la significación «chapaca», entendiendo con esa denominación regional la correlación entre “encuentro y desencuentro” latinoamericano, que se dio en nuestro territorio.
La celebración pascual denota esencialmente un hecho de «encuentro» donde se distinguen claramente la obediencia al universalismo católico y su propuesta a nivel de tradición tarijeña. Evidentemente entre las dos formas se ha establecido una complementariedad. Resulta, en efecto, una intencionalidad de proclamación de un discurso ante todo regional y después local. Se presupone que la totalidad de los ritos, que son los de Semana Santa, se celebrarán en la ciudad con la presencia de sacerdotes (y por tanto más conformes a la normatividad litúrgica), y que la esencialidad del triduo pascual fuera celebrado tan solo a nivel popular en los núcleos zonales más consistentes. En ese gesto de apropiación han nacido las representaciones de Fe más originarias en sus significaciones teológicas y más libres en su dramatización.
El mundo rural es esencialmente campesino, al cual resulta imposible deslindar un concepto de destino personal y colectivo de la tierra. La preñez de dichas intenciones es clara en los actores y en la construcción de los escenarios de la fiesta. El silencio, similitud de un éxodo espiritual, y la interioridad son los aspectos que unen la conversión de Fe, como premisa de búsqueda de salud (biológica, psicológica y espiritual) y la capacidad regenerativa de la tierra. En tal sentido, el bienestar del cuerpo se eleva a identidad cósmica, donde la tripartición del tiempo en «noche-amanecer-día» corresponde a la tripartición del espacio en «subterráneo-superficie de vida y cielo». La comunidad asume los mismos niveles para traducirse en actuación colectiva: la negación del pecado, la coherencia entre espiritualidad y actitudes, con la consiguiente proyección de destino común. Las flores en arcos y sobre todo en las coronas de las promesantes son las espinas que germinarán las rosas pascuales; y de ellas la fecundidad. Una imagen precaria, que el obsequio a la ritualidad sacral, hará perenne. La música y las danzas con zapateo proclaman lo mismo: una dimensión telúrica y una invocación de «nuevos cielos» (2Pe. 3,13).
Centro Eclesial de Documentación, Tarija, 23 de Abril de 1994.
Lorenzo Calzavarini