El concepto de arte religioso es amplio. Más que todo, indica leer un destino en los quehaceres de la vida ligados a la vicisitudes de la tierra, (incluso el Crucificado de René Subelza, artista que elabora también visiones espectaculares de los entornos de Tarija), a los relatos de La Pasión (Santo Rosario y Vía Crucis, de Pablo Viracocha). Mimmo Roselli con sus colores mínimos rechaza sobreposiciones para dar con una fuente de orígenes. La familia es un encontrarse de líneas, y la Fe el único camino entre los tantos, a condición de que sea fuego. El cuadro de Santa Paulina está elaborado en sus formas desde un dibujo de 1872, estampado en un librito escrito a mano, que es novenario a la Santa. La composición de los colores nos propone una imagen de art nouveau de mucho efecto visivo. El escultor Guido Pinzani no ha propuesto un Cristo roto. Es estilización del crucificado, elaborada sobre la naturalidad de un tronco de madera. En realidad son trozos unitarios pero incompletos para representar la dimensión entera del cuerpo humano. El artista elabora las partes centrales a fin de que el observador componga la imagen completa, que es imagen de sufrimiento inalcanzable para cualquier persona. La Virgen negra es estatua de cerámica de este último autor, donde las semblanzas modernas recuperan las tradicionales de las madonas florentinas.
De vertiente exclusivamente litúrgica son los cuadros de Gonzalo Ribero: La Pila bautismal, el Velero, al Altar, el Incensario, la Sede, el Ambón, el Pie para el Crucifijo, son recuperados en su invocación antigua, más bien son invocación de tierra para el cielo, como caminar telúrico de las cosas hacia una cosmografía divina a partir de un ancestro de orígenes de actitudes: el agua (purificadora), el fuego (deseo), la atmósfera (plenitud), los colores cálidos (el misterio vivido), los colores fríos (la espera). La estatua de cera representa al Niño Jesús. Se afirma que es de tradición cusqueña, si bien llegado a Tarija desde la ciudad de Sucre. Es parte de la imaginación familiar de las fiestas de la Navidad, incluida en las definidas tradiciones del universo cultural chapaco (Tarija y campiña). Se trata de religiosidad popular, que da sentido a los tiempos agrícolas, a las circunstancias de la vida, al nacer/morir de las cosas y de los seres humanos.
Las liturgias de lo cotidiano se hacen fuego de coraje (los colores rojos) en los sufrimientos del pobre, que lucha siempre desde la necesidad (los colores negros). Es expresión del P. Ermenegildo Franzoi, que ha vivido muchos días entre los campesinos quechuas de Mizque: campesinos cerca de sus difuntos (sucesión de columnas de rojo y negro), persignarse y finalmente una sonrisa firme en el rostro de la Virgen y el Niño Jesús. Un insuperable cruce de pensamientos de destino de vida y destino de humanidad, donado por Dios a través de su profeta Ezequiel (9.4), es la representación del TAU de Gonzalo Ribero. Dos mitades de un saco, viejo y roto, se unen al centro del cuadro, acercando dos líneas de rojo que anulan un fondo negro. Es el signo que San Francisco trazó sobre su vestidura para indicar su conversión a los designios de Dios. En la visión del profeta, los marcados por el TAU no fueron víctimas de la ira divina.
El cuadro de Ramón Rodríguez une, en una visión de territorio, la trayectoria de la tierra y del cuerpo humano. El paisaje se estructura según los moldes y colores del poncho, vestimenta habitual del campesino quechua. La perspectiva se centra, sin embargo, en la casa, lugar de amores y de cuidados. El universo del poncho, por tanto, insinúa la fuerza de la Pachamama (deidad de la fertilidad, esparcida en los cultivos y en las acciones de las personas) y el sufrimiento del trabajador del campo, que posibilita el pan de cada día. El rostro de otra imagen femenina es el de la Virgen. Gil Imaná lo sintetiza en su condición terrenal. El cuadro encierra, en la textura de marrón y blanco, el perfil de la Mujer que ha antepuesto a sus días un destino de maternidad (La Inmaculada, madre del Salvador). De raíces de subsuelo es la Virgen (cuadros: Virgen del Socavón, y la Virgen con su prima Isabel) de J. Calisaya, retratada en las riquezas de las minas y en poder del Espiritu Santo. La Pachamama altiplánica sufrida, reconfigurada en su dimensión teológica.
De Loaiza se exponen dos dibujos: una perspectiva del convento de San Francisco de Potosí y un paisaje altiplánico. Los fuertes colores negros, relacionados con los espacios blancos, idealizan colores invisibles, tan presentes en sus cuadros, de amarillos, rojo, azul y gris, que ponen continuidad existencial entre una tierra encerrada en el sufrimiento y un cielo que la cubre uniformemente de colores de rescate frente al juicio de la historia. Las imágenes de Loaiza son siempre trayectorias de vida, movidas por el deseo. Otra dimensión de tierra se vive en los cuadros de Guillermo Arancibia, Amadeo Castro y Mamani Mamani, que impactan por la estructura psicológica de sus miradas hacia el universo, que nos envuelve: para el primero, los colores sobrepuestos son manera para decir los sentimientos de los orígenes ya plasmados por el tiempo; para Amadeo Castro, la tierra es sin perspectiva donde el cielo se ha hecho tierra y la tierra tan sólo vida cotidiana; y para Mamani Mamani todo se resuelve en la geografía cósmica, punto firme de humanización del mundo.
Un mensaje, que proviene de la configuración del alma, es el de Ugo Bettucci (Vía Crucis en cerámica). Originario de Rignano sull’Arno (Florencia), fue amigo del P. Francisco Focardi, que vive en nuestras tierras. Esa conexión existencial entre pueblos se ha realizado por motivaciones de Fe. Y el amigo ha seguido al franciscano acompañándolo con imágenes de redención. Los rostros, los movimientos y las acciones de los personajes del camino hacia el Calvario, son propuestos como filigrana de toda forma de “ser” y “hacer” de sí para los demás. Lo artístico, como objetivación de lo bello, es siempre lenguaje de aventura, espiritual y humana. Parte de la misma actitud es interpretar la vida en postura naïf. El cuadro de Octavio Martínez Flores (1973), anota varios milagros de la biografía de San Antonio. De hecho, ellos son transcripción de propósitos, resueltos a la sombra de la vida de los frailes franciscanos de Tarija, para señalar la fuerza del “más acá para el más allá”.
El cuadro cubría antes la pared de fondo del mausoleo franciscano, terminado en 1921, donde se cobijaron definitivamente frailes y laicos en razón de la común actividad apostólica. La nominación de “Federación de Obreros Antonianos” es connotación histórica de la asociación del mismo nombre, instituida juntamente con el “Centro Femenino de la Juventud Antoniana”, en 1913, por el Padre José María Cocchetti. De por sí, el arte naïf, más que inspiración del pensamiento, es ocasión para traducir un sentir. Una estampita del Santo, llegada desde Italia, ¿no habrá provocado la memoria de días antiguos? La forma del hábito del Santo no corresponde a la de los franciscanos de Tarija, sino a la de los Hermanos Menores Conventuales, custodios del Santuario Antoniano en Padua, que han difundido tal imagen.