Centro Eclesial de Documentación

Basílica Menor de San Francisco

Hacemos un recuento breve de las sucesivas refacciones del templo de San Francisco, que logró a su tiempo el título de Basílica Menor. No debe sorprender ese morir y renacer. El templo litúrgico es ante todo un espacio sacro, que ha sido la conexión más estable entre convento de San Francisco y la ciudad de Tarija. Por tanto, observarlo en su conjunto simbólico es rehacer una historia de necesidades y deseos, que el corazón humano expresa de mil formas y que el templo logra sintetizar, ante todo porque es espacio de misterios.

Historia y psicología nos introducen en el universo más amplio de la cultura, donde cambios y realizaciones son muy lentos porque conjugan temores y esperanzas. La forma más rápida para destruirse personalmente y como colectividad, es apoyarse en esquemas mentales donde el miedo se niega a sí mismo para trasformarse en osadía. Entendemos cómo la suavidad, la vista penetrante, lo sufrido de las imágenes religiosas reflejan ojos, cara y corazón en situaciones de añoranza y de esperanza, que van más allá del sentimentalismo y son representaciones pensativas de estar amarrados a la tierra y al cielo.

Refuncionalizaciones arquitectónicas del templo.

El templo de San Francisco se inició en 1606. Era una capillita llamada “iglesia interinaria” porque interinamente debía existir hasta la construcción de otra definitiva. Esta última empezó en el año de 1627 y se terminó en 1645. Sus proporciones correspondían a la nave central actual, desde el crucero hasta la puerta de la calle Daniel Campos o de Santa Bárbara, sumando desde el ambón 22.7 metros. Los muros no debían corresponder a los actuales de las columnas de la nave central ni del Altar Mayor, que fueron reconstruidos desde los cimientos por los Padres fundadores del Colegio en 1756. Ellos mismos ampliaron el templo hasta la actual puerta central y organizaron la plazuela frente a la fachada, cerrada por altos muros, que abrazaban todo el perímetro conventual. La puerta central sustentaba arriba las dos torres laterales, que formaban un conjunto muy solemne con la exterioridad del conjunto conventual. Entre la puerta y las torres estaban el coro para la salmodia canónica diaria y los cantores. Los cantos, según la liturgia de aquellos tiempos, eran de música gregoriana.

El crucero existió en ambas iglesias, si bien consolidado en 1756. Por tanto, el Altar Mayor resultaba más imponente con su retablo dorado sobre esmalte (por la prohibición de Carlos III de envolver el todo con oro) y atrás de éste el coro chico. La entrada al coro superior se daba por la planta alta conventual, mientras que al coro chico se pasaba por el corredor de la planta baja formado con una fila de celdas. Existía también el cementerio de los niños, que eran dos pozos comunes a poca distancia de la construcción. Entre éstos y el templo estaba el cementerio de los religiosos y de los bienhechores, que se internaba entre los muros de la iglesia.

El cambio más drástico, dirigido por el arquitecto Juan Magdaleno, se dio en los años de 1865, cuando de la nave central se pasó a las tres naves actuales. La solución fue sustituir los muros perimetrales de entonces con dos filas de columnas, que terminaban en arco entre sí. En los nuevos muros, más externos, se ampliaron altares laterales, que rompieron la lógica del crucero, que perdía dos altares, si bien se le dio majestuosidad enalteciendo la cúpula en la parte central del crucero mismo. El inventario de 1848 nomina de la siguiente forma su disposición: Altar Mayor Central, con retablo y contenidos de la Pasión, el Crucificado, la Virgen y San Juan. A los lados, más santos franciscanos. En la línea derecha: el altar de San Antonio que tiene en su base el cuerpo de San Plácido (traído en 1835 por el P. Andrés Herrero desde Roma) y San Miguel, éste era el altar que cerraba el crucero; en la línea izquierda: el altar de la Purísima, Nuestra Señora del Carmen (a sus pies los restos de Santa Paulina traídos, en 1852, de Roma por el P. Alejandro Corrado y puestos en pública veneración en 1875), y el altar de la Santa Cruz. Autor del Altar Mayor, del retablo y de los seis altares “a lo romano” fue Fray Francisco Miguel Marí. Las Actas discretoriales de 1806 le atribuyen, además, la sillería del coro y el facistol. El P. Comajuncosa dice que los carpinteros del convento construyeron, en 1803, el retablo de Salinas. Se puede entender que en aquel año la responsabilidad mayor de las obras artísticas era de Fray Francisco Miguel Marí y que tal retablo tenía relaciones artísticas con el de Tarija.

Llegamos ahora a la triste conclusión que dos altares “a lo romano” desaparecieron por la organización arquitectónica del nuevo templo. La ampliación está justificada por el P. A. Corrado en términos de aumento de la población tarijeña, del aumento de la feligresía y por la estrechez de su arquitectura. Varias soluciones se barajaron, hasta aquella de construir un nuevo templo, lo que implicaba derrumbar el existente. La otra fue la que se adoptó; y tuvo la ventaja de mantenernos asentados en nuestras raíces. Con las nuevas modalidades, vino también la de ampliar el coro chico detrás del Altar Mayor para trasformarlo en ambiente capaz para 30 ó 40 hermanos. Se hizo una conexión con la sacristía, que se definió espaciosa. Cantos, salmodia y solemnidad de las acciones litúrgicas empujaron esta decisión. Además de los altares se sacrificó el retablo, para permitir una unión más directa entre el coro, los celebrantes y la asamblea de los feligreses. Lamentando esto, queda que el templo mantuvo sus líneas renacentistas y una más apropiada comunicación interna.

En 1922 se faccionó el órgano, puesto en el coro de arriba, y servía esencialmente para los cantores, y que en 1963 fue trasladado a su ubicación actual. Las capillas perimetrales son todas del siglo XX, embellecidas por votos de los feligreses tarijeños.

Respecto a la bóveda del templo, las Crónicas Conventuales afirman: “En 1930 hanse realizado los siguientes trabajos materiales: en febrero, el pintor Helvecio A. Camponovo, que vivía en el convento, pintó de nuevo la parte inferior de la sacristía, sin tocar la bóveda, que se conserva en muy buen estado, a pesar de haber sido pintada en 1866 por el Hno. Donado, Fray Ambrosio Bartoli, alumno del colegio de Salta y admitido en el de Tarija, pintura que imitó José Strocco en la bóveda de la iglesia, en 1925”.

Hay otras sorpresas: Existe una imagen muy antigua de la Virgen de Chaguaya, que podría ser testimonio de una temprana devoción popular. Por otra parte, sabemos que mucha estatuaria fue trasladada a los templos del Chaco y las capillas en situación de pobreza de los alrededores de Tarija. Los muchos altares devocionales, se deben a que en 1871 el templo de San Francisco fue declarado Basílica Menor, con privilegio de otorgar indulgencias, lo que aumentó las prácticas religiosas populares.

Los símbolos del templo.

Las normas que rigen la vida del templo son parte de la liturgia. Ésta se impone también en los lineamientos arquitectónicos. La parte central lo ocupa la relación el Altar Mayor, sacrificio eucarístico y feligresía. Entre éstos se combinan todas las dimensiones, que podrán convenir con varios estilos, pero el mejor de ellos es el que expresa más significaciones simbólicas. La modernidad, en su simplicidad de elementos, se impone tomando raíces de la naturaleza de la luz, aplicada a formas del sentir humano. Los medios técnicos lo permiten. Asimismo, es más fácil crear y recrear ambientes de significaciones específicas, jugando con espacios que, no necesariamente exigen separaciones.

Para el templo antiguo era imposible la simultaneidad. La significación de los símbolos se daba por distancias entre un ambiente y otro. La secuencia preveía ante todo el Altar Mayor; otros altares laterales podían expresar lo mismo pero no podían incluir a la totalidad de los feligreses o bien ser recuerdo litúrgico del día del Señor (domingo: del latín dies Dominici). Sobre esa esencialidad se dan las realizaciones de otros sacramentos. Fundamental siempre es la pila bautismal, por la inserción en la vida de Cristo y de la Iglesia que implica. Las devociones personales y colectivas tienen en sí sus espacios como elaboración de la vida de los santos y de las vírgenes, que realizaron de forma excelente su similitud con el Señor. El agua bendita es otro signo concreto que lleva la significación de purificación, así como las velas son misterio de luz que se conecta con la luz, que brota de la oscuridad de la noche de la vigilia pascual. Precisamente por ser actos sagrados: la confesión, la confirmación y el matrimonio también son acciones del templo. La salmodia está allí por ser la oración de la Iglesia. El pueblo de Dios incluye a laicos, a sacerdotes y a los religiosos. A cada cual lo suyo, no para quitar, sino para comunicar diferencias. Más allá de todos y de cada uno, está el precepto de la caridad, que es actuar para con los demás, en nombre de la Iglesia. La alabanza a Dios debe ser permanente; y en ese sentido, la salmodia es oración de la Iglesia, hecha por algunos en representación de los muchos, que trabajan, que sufren, y cuya vida perdió el sentido del andar.

Según Lévi Strauss vivimos en una sociedad donde se han perdido las significaciones del cuerpo. Las explicitó así: situación de “cuerpo desnudo”. Y sigue: “lo dramático es pensar que el progreso técnico dará respuestas definitivas a las grandes preguntas de la vida. Lo que resultará imposible, porque muchas lunas pálidas están en el horizonte de la razón.” Lo dijo hace cuarenta años. Desde hace ocho siglos ha sido más continuo el saludo franciscano de Paz y Bien.